Su imponente figura asoma con sobriedad por encima del cerro sobre el que reposa, desde el que siente el pulso de toda la comarca del Marquesado. Contempla adormecido su latido desde hace más de cinco siglos, como un anciano que simplemente disfruta sentado en su banco de la brisa que por allí sopla y de ver crecer a la juventud. Su tez de piedra rojiza no esconde las cicatrices ocasionadas por el paso del tiempo. Tampoco el vetusto portón de madera mediante el que, si la gran llave que encaja en su cerradura no se atasca, permite acceder a su interior. Por esa abertura, ya descuadrada y que casi podría relatar por sí sola los últimos 516 años de existencia en la provincia, entró a España el Renacimiento. Ahora, el Castillo de La Calahorra se vuelve a abrir, pero para acoger a todos los granadinos.
Es una joya patrimonial que se erige sobre el municipio del que recibe su nombre como si el cerro fuera su corona. Fue levantada en 1509 por mandato de Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, bajo una influencia artística que supuso el primer palacio renacentista italiano que se construyó fuera del país transalpino. En 1922 fue declarado monumento histórico-artístico, denominado Bien de Interés Cultural en 1985. En 2011, fue inscrito en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz, aunque ya para entonces parecía haberse pinchado con la rueca encantada que lo sumió en el letargo. Permanecía inmóvil, tal vez inadvertido por las instituciones, pero siempre en el centro de las sorprendidas miradas de quienes pasaban cerca. Ahora, también es suyo.
Cruzar el arco en el que se acopla el portón es poco menos que montarse en una máquina del tiempo con destino a finales del medievo. Una amplia antesala, encalada hasta media altura, da la bienvenida. Al fondo, una cancela que encierra algún secreto todavía por desvelar, bajo la caricia de algún rayo de luz que se cuela. Hacia la izquierda, una pequeña escalinata seduce al caminante para mostrarle lo que guarda al final. El último de los peldaños despliega tras él un gran patio. Y allí, las cadenas de la imaginación se hacen añicos y lo difícil es no esbozar mentalmente escenas costumbristas de la época.
Columnas y arcos para formar casi un laberinto
La planta principal sobre la que se sostiene el patio es cuadrada, sujeta por columnas que, a su vez, delimitan en torno a su perímetro un pasillo que da acceso a las decenas de habitaciones del monumento. En las paredes, algunas rejas dejan entrever la oscuridad que engulle en el interior de las salas. Cada una encierra alguna historia, que narran sus muros blancos, conectados por recovecos que sugieren una sensación laberíntica por momentos.
La escalinata principal conduce a la planta de arriba, que en sí compone un gran balcón desde el que contemplar la magnitud de la fortaleza. A la espalda, otro pequeño patio, con barandas de madera, también perjudicada por el paso de los siglos, y conexiones que hacen recorrer un escalofrío por la espalda. Cada puerta es un arco al pasado, decorado con finura y sin sobrecargar el escenario, bañado por la luz natural que entra desde el ágora. Toda una historia que despierta, para albergar dentro de no mucho tiempo conciertos, espectáculos, exposiciones y, tal vez, hasta algún rodaje.