El calor aprieta y una ciudadana escruta cada detalle del altar con minuciosidad. «¿Está aquí?», pregunta, protegida su mirada por unas gafas de sol que, sin embargo, no ocultan el brillo en sus ojos. «¿Quién?», obtiene por respuesta. «La que ha hecho esto. Es precioso. Dijo que habría una sorpresa. ¿Está por aquí?», concreta. Embelesada frente a la cruz vidriosa que se levanta en la explanada del Palacio de Congresos, arde en deseos de conocer a su diseñadora, Irene Fernández Arcas. A su alrededor, en lo que espera, comienzan a aparecer los vestidos de lunares, que van llenando de lunares el lugar, como si desde el mismo lugar donde se cruzan los dos maderos se fuera expandiendo un halo de color que impregna todo cuanto lo rodea. El sol resplandece en lo más alto y Granada, en uno de sus días grandes, se pone la flor en el pelo para hacerle sombra.
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Las pulsaciones de la ciudad se alejan de su ritmo cardiaco habitual, puro frenesí, aunque sus calles guardan el secreto con recelo. Los coches circulan y el paso de transeúntes desgasta la acera, en apariencia, como cualquier otra tarde, pero al cruzar la calle, se destapa todo. Una joven flamenca, con el adorno floral en el pelo, mira a ambos lados antes de desfilar con cuidado por el paso de peatones, con mimo en la marcha para evitar que algún volante resulte arrugado en el desplazamiento. Le aguardan al otro lado las sevillanas y los rebujitos, los ademanes granadinos en su Día de la Cruz, que desde este viernes congregan a miles de personas en hasta 62 puntos a los pies de la Alhambra.
A un lado, la cruz se levanta sobre un faldón tejido con el propio cartel anunciador, en el que aparece representada como un sueño dentro de otro que encandila a propios y a extraños. Los viandantes no pueden evitar acudir a su llamada, móvil en mano, para iniciar el festival de selfies. «¡Pero ponte más lejos!», ordena una señora a su marido, que entrecierra los ojos para dar con el encuadre perfecto. En el cercado, todo son flores y cerámica granadina, un ecosistema en el que se infiltran un manojo de espárragos, un racimo de uvas, y un puñado de limones que reposan en un cuenco. Presumiblemente, invitados de la manzana, que, desafiante, preside desde la base, ensartada en unas tijeras. A ver quién se atrevía a ponerle un pero. Junto a ella, una granada y una peineta, que hizo efecto llamada. En pocos minutos, llegaron más de las suyas, ornamentos que sostienen el cabello de las flamencas.
Desfile de flamencas
De repente, todo el espectro de colores arranca un desfile inusual. Lo encabezan dos flamencas, lisos sus vestidos, negro y blanco respectivamente, con flores rosa y azul en la cabeza. Un manto aguamarina les protege los hombros del baño dorado del sol, como lo hace otro en color magenta con la amiga que les sigue. Ella sí luce lunares, centenares, muy pequeños y de tonalidad negra sobre los volantes blancos. Se invierte la gama cromática en una joven, que acude con su madre, también engalanada para la ocasión, y su hermano, que luce una camisa más sobria. En un momento, los tres se giran para tomarse la foto de rigor, amplias sus sonrisas.
Más pequeños son los niños de una familia que llega al poco tiempo. La madre, vestida de rojo, da las indicaciones, mientras que el padre, que carga mochila y bolso, encuadra la estampa en el móvil. Al hermano le cansa llevar sombrero y, enfurruñado, se lo quita, aunque su progenitora no tarda en colocárselo de nuevo para la foto. A su lado, su hermana esboza una mueca alegre. «Ahora, así», se vuelven todos hacia la cruz. La instantánea queda guardada en el teléfono; la imagen ante ellos, en su retina, al menos, hasta que el año que viene se vuelvan a enamorar de otra.
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