No fue una visita, fue una caricia, pues hay lugares donde la Esperanza no es una devoción, es una necesidad. Y allí, en el Virgen del Rocío, testigo diario del sufrimiento, la Virgen no trajo milagros consigo, pero sí algo aún más poderoso: misericordia, ese consuelo invisible pero real que nace de sentirse acompañado, comprendido y arropado.
Las marchas sonaban diferentes, mezcladas con los suspiros de aquellos que aguardaban la venida de la Esperanza. Los pequeños pacientes, muchos de ellos oncológicos, miraban a la Virgen como sólo ellos saben hacerlo: con los ojos grandes, bien abiertos y atentos a todo lo que ocurría. La emoción se reflejaba en los rostros de los familiares, que no encontraban palabras, sólo gestos, lágrimas silenciosas y una gratitud difícil de explicar. Algunos de ellos, simplemente, abrazaban a sus hijos para decirles al oído un te quiero.
Aunque las andas de la Virgen no subieron escaleras ni recorrieron los pasillos del hospital, la presencia de la Esperanza de Triana en las puertas del centro bastó para comprobar que estábamos ante algo verdaderamente extraordinario, que no ocurre todos los días. Fue, sin duda, la demostración de que lo divino no reside únicamente en los altares.
La devoción de la calle Pureza se detuvo ante la fragilidad y la vulnerabilidad humana. No hizo falta ninguna palabra para entender lo que estaba sucediendo, porque la Esperanza no siempre las necesita, a veces simplemente basta una mirada.
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