La renuncia de Málaga a ser sede del Mundial 2030 duele. Duele porque era una oportunidad histórica para tener una Rosaleda mejor y duele porque era evitable. Pero sobre todo escuece porque cristaliza un patrón que se ha vuelto demasiado familiar: el de los grandes proyectos que se anuncian con vigor, se venden con entusiasmo y terminan archivados en el cajón de las buenas intenciones.
En este caso, la decepción es que la ciudad, y la provincia, se queda de nuevo sin horizonte claro para tener un gran estadio acorde. La presencia en uno de los acontecimientos más importantes también, pero eso pasa y lo que queda es más relativo.
Francisco de la Torre comparece ante los medios para explicar que la decisión es «prudente, sensata e inteligente». Puede que lo sea. Puede que incluso sea inevitable. Pero llegados a este punto, cabe preguntarse por qué una ciudad que lleva décadas presumiendo de su proyección internacional sigue tropezando con la misma piedra: la incapacidad de materializar sus grandes ambiciones.
Málaga renuncia al Mundial 2030: una decepción histórica que se veía venir
La versión oficial habla de problemas técnicos insalvables. De una rotonda que complica la movilidad. De un estadio de atletismo que no puede albergar 25.000 espectadores. De plazos imposibles y terrenos inestables. Todo cierto. Pero estos obstáculos no surgieron de la nada en las últimas semanas. Estaban ahí desde el principio, esperando ser resueltos.
La candidatura mundialista de Málaga nació ya con cierto escepticismo, pero con tiempo para planificar y maniobrar. Alrededor de cuatro años para estudiar, diseñar y ejecutar. Otras ciudades con desafíos similares, como Zaragoza, han demostrado que se puede hacer. Han construido estadios provisionales de 20.000 asientos en siete meses. Han convertido la urgencia en eficiencia y la dificultad en solución.
Un patrón que se repite
¿Qué ha fallado entonces? Quizá la respuesta esté en el patrón que se repite candidatura tras candidatura. La Capitalidad Europea de la Cultura 2016, que acabó en San Sebastián. La Expo Internacional 2027, donde Belgrado se llevó la palma. La Capital Europea de la Juventud, rechazada dos veces consecutivas. La Capital Europea de la Innovación 2021, perdida ante Dortmund. La Copa América de Vela, esfumada por falta de infraestructuras en el dique de Levante. Y ahora, el Mundial que se escurre.
No es que todos estos proyectos fueran viables o necesarios. Es que su acumulación dibuja un perfil preocupante: el de una ciudad que vive perpetuamente en la promesa en vez de pensar en una mejor Málaga para los que residen 365 días al año. Una ciudad adicta a las maquetas y los renders, pero incapaz de pasar del papel a la realidad cuando la cosa se complica.
Una renuncia comprensible
El alcalde insiste en que Málaga no necesita el Mundial para consolidar su imagen internacional. Cierto. Pero tampoco le habría venido mal demostrar que sabe gestionar un desafío como este. Que puede liderar proyectos complejos sin perderse en la maraña de su propia burocracia. ¿Con qué credibilidad puede prometer ahora su capacidad para mejorar La Rosaleda sin la presión de los plazos del Mundial? Sobre todo si la idea sigue siendo la búsqueda de inversión privada como solución mágica. Ni llegó para este proyecto ni ha llegado aún para otros, como el Auditorio. Da que pensar.
La renuncia al Mundial es comprensible. Lo incomprensible es haber llegado hasta aquí sin un plan sólido. Sin haber resuelto antes las cuestiones básicas que han terminado por hacer inviable el proyecto. Y utilizando como acicate las penurias del Málaga CF para dar carpetazo con poca credibilidad. Esto sólo lo cambia una pronta reacción con un planteamiento serio y firme para que la ciudad tenga un estadio moderno y con más capacidad.
Málaga seguirá siendo una ciudad próspera y atractiva. Seguirá creciendo y transformándose. Pero esta oportunidad perdida deja un rastro de preguntas incómodas sobre su modelo, su futuro. Es compatible entender la renuncia y estar desencantado con la oportunidad perdida. Es compatible reconocer los obstáculos reales y lamentar la falta de previsión. Es compatible valorar la gestión diaria del alcalde y cuestionar su capacidad para los grandes proyectos.
Málaga merece algo mejor que el síndrome de la maqueta perpetua. Merece proyectos que se materialicen, aunque no sean tan ambiciosos e internacionales, no sólo que se anuncien. Merece líderes que conviertan las dificultades en soluciones, no en excusas. El Mundial 2030 era una oportunidad de demostrarlo.