Las zonas de bajas emisiones (ZBE), obligatorias en ciudades de más de 50.000 habitantes según la Ley de Cambio Climático, siguen generando un intenso debate social. Mientras algunos sectores las critican por considerarlas medidas restrictivas o recaudatorias, los expertos en salud pública y contaminación ambiental insisten en su necesidad. El médico e investigador Nicolás Olea, coordinador de la cohorte infantil de Gemaseen durante más de dos décadas, explica por qué limitar el tráfico en los núcleos urbanos no es una cuestión de estética urbana, sino de salud.
«Los estudios de Gemaseen han permitido demostrar de forma sistemática algo que, a simple vista, parece evidente: no respira lo mismo quien vive junto a una vía de tráfico intenso que quien reside en una zona alejada del centro», explica Olea. El equipo midió la contaminación por dos vías: analizando compuestos químicos en la orina de los niños y mediante sensores colocados junto a centros escolares y plazas. El resultado fue contundente: las zonas con más circulación acumulaban más contaminantes y los menores que vivían o estudiaban allí presentaban niveles internos más elevados.
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Consecuencias silenciosas
Los efectos de esta exposición aparecen pronto. Olea detalla que se han detectado vínculos claros con menor peso al nacer, partos prematuros, asma temprana y dificultades respiratorias. Pero también se asocian alteraciones del neurodesarrollo, como déficit de atención o hiperactividad. No se trata de grandes enfermedades visibles, sino de déficits funcionales que acompañan al niño toda la vida. «Son problemas de la vida moderna, y buena parte de esa vida moderna es el tráfico», resume el investigador.
Aunque las ZBE suelen presentarse como medidas ambientales, Olea enfatiza que su razón de ser es reducir la exposición humana a contaminantes nocivos. «Mirar hacia otro lado es un error», señala. Y añade que hacerlo solo en el centro urbano no es suficiente: las áreas metropolitanas comparten la misma atmósfera.
En ciudades como Málaga, explica, lo que se expulsa en un municipio lo respira el vecino. En lugares como Granada, además, la ausencia de vientos dominantes hace que la contaminación quede atrapada en la cuenca, agravando la exposición diaria.
«Son problemas de la vida moderna, y buena parte de esa vida moderna es el tráfico»
El enemigo invisible: partículas del tráfico
Durante años se pensó que la contaminación urbana derivaba principalmente de los gases de combustión: partículas PM2.5, dióxido de nitrógeno u ozono troposférico. Sin embargo, investigaciones recientes apuntan a una fuente menos evidente: el desgaste de los frenos y neumáticos.
El especialista explica que entre el 35% y el 55% de la contaminación asociada al tráfico procede de ese desgaste mecánico. Y esta no desaparece con la electrificación del parque móvil. «Los coches eléctricos tienen frenos y ruedas igual que los de combustión», recuerda. Por eso, insiste, la verdadera solución pasa por potenciar el transporte público y sistemas como el tranvía o el metro, que reducen la fricción a mínimos.
¿Son los vehículos el principal problema en todas las ciudades?
Depende del territorio. En Málaga y Granada, donde la calefacción doméstica tiene poca presencia, el tráfico es el gran generador de mala calidad del aire. En ciudades del norte de España o de Europa, en cambio, la industria y los sistemas de calefacción elevan muchos de los índices contaminantes.
A ello se suma un factor poco conocido: los cruceros. Según Olea, un solo buque atracado puede equivaler a miles de coches funcionando. Barcelona ya ha denunciado este impacto y Málaga, por su volumen de atraques, comparte el problema.
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¿Funcionan las zonas de bajas emisiones?
Sí, aunque los efectos en la salud tardan en observarse, según explica el investigador. Además, subraya que las enfermedades vinculadas a la contaminación —asma, EPOC, infartos, problemas de desarrollo infantil o incluso demencias— son patologías crónicas cuyo impacto se acumula con los años. Por eso, primero se detecta la mejora en las mediciones ambientales y después en la salud de la población.
La Agencia Europea del Medio Ambiente confirma esta tendencia: en Europa se están reduciendo los niveles de NO2, ozono y partículas, en parte gracias a las restricciones al tráfico y otras medidas de control.
Límites europeos y recomendaciones a la baja
La normativa europea no impone una ZBE concreta, pero sí establece límites máximos para los principales contaminantes. A medida que se acumulan evidencias sobre los daños a la salud, esos límites se revisan a la baja, lo que obliga a las ciudades a actuar.
En España, muchas ZBE se aplican como recomendación antes de alcanzar esos valores críticos. Para Olea, la clave es sencilla: «Mayor exposición, mayor riesgo». Reducir la exposición es siempre la opción más segura.
Las críticas habituales señalan el impacto de estas medidas en el comercio o la movilidad. Sin embargo, Olea recuerda que la factura sanitaria de la contaminación es infinitamente mayor. Enfermedades cardiovasculares, respiratorias, metabólicas o incluso cáncer generan un gasto público que podría disminuir si se redujeran los niveles de exposición. «Cuando se cuantifica el ahorro en enfermedad —explica—, queda claro que intervenir es más rentable que no hacerlo».
La salud de los más vulnerables
El especialista también enfatiza el impacto sobre embarazadas y niños. La exposición durante la gestación condiciona el desarrollo del futuro bebé durante toda su vida. «No se puede condenar a un recién nacido a un aire que ya sabemos que es perjudicial», señala. Para Olea, las ZBE no son un capricho urbano, sino «un derecho adquirido» para proteger a quienes aún no pueden elegir su propio entorno.
El investigador recuerda que reducir el tráfico no es solo cuestión de normativa. También implica hábitos cotidianos. Pone como ejemplo los accesos escolares, donde cada mañana se concentran decenas de coches: «Es absurdo llenar de vehículos la puerta de un colegio cuando deberíamos garantizar caminos seguros a pie». Para él, la mejora de la calidad del aire pasa por decisiones políticas, pero también por un cambio social: asumir que el bienestar y la salud pública dependen de reducir la contaminación que generamos cada día.
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