En una de las franjas más codiciadas del litoral andaluz, entre los hoteles y los chiringuitos de lujo, se encuentra una anomalía arquitectónica y social: la Residencia de Tiempo Libre de Marbella. Un enclave singular que, con más de seis décadas de historia, permanece en la memoria de varias generaciones de andaluces como símbolo de unas vacaciones sencillas, asequibles y felices. Sin embargo, «la baja demanda» llevó a la Junta de Andalucía a cerrar esta ciudad residencial en el año 2023. Ahora es un tema de actualidad candente por el proyecto de recalificación del recinto y es un momento propicio para recordar la historia de un lugar emblemático, escenario de veranos felices para muchos andaluces.
Los orígenes: el derecho al descanso
El derecho al descanso laboral es un logro que comenzó a gestarse tras los estragos de la Primera Guerra Mundial. La firma del Tratado de Versalles en 1919 marcó un hito en la regulación internacional del tiempo libre, que alcanzaría su reconocimiento como Derecho Humano Universal en 1948. Sin embargo, fueron los regímenes totalitarios los que, paradójicamente, más impulsaron la institucionalización del ocio. Desde la «Opera Nazionale Dopolavoro» en la Italia fascista hasta el gigantesco complejo de Prora en la Alemania nazi, el descanso se utilizó como herramienta para reforzar la productividad, adoctrinar y uniformar a las masas.
España no fue la excepción. Ya en 1931, la Segunda República reconocía una semana de vacaciones anuales para los trabajadores. Pero fue durante la dictadura franquista cuando se materializaron los ambiciosos programas de «Educación y Descanso», que culminaron en la creación de las llamadas Ciudades Sindicales de Vacaciones, enclaves pensados para ofrecer un retiro controlado y modelado según los valores del régimen.
La Ciudad Sindical de Marbella
«Hay que entender que en los años 50, la Costa del Sol no tenía el desarrollo turístico de hoy», explica el arquitecto Manuel Aymerich, hijo de uno de los autores del proyecto. En 1955, los Colegios de Arquitectos de España, a instancias del Estado, convocaron un concurso nacional para crear tres «ciudades residenciales» autosuficientes destinadas al disfrute vacacional de los trabajadores. Se construirían en Asturias, Tarragona y Marbella.
La propuesta ganadora para Marbella planteaba una ciudad autosuficiente, alejada no solo de Málaga (a más de 50 kilómetros), sino incluso del núcleo urbano de Marbella, que en aquella época era todavía una localidad pequeña. Aymerich subraya que la intención era ofrecer estancias vacacionales de entre una semana y quince días en un entorno que cubriera todas las necesidades del usuario. Se eligió así un terreno de 21 hectáreas —el equivalente a 210.000 metros cuadrados— en un entorno privilegiado de dunas, bosque y playa, sobre el cordón dunar del Real de Zaragoza. “La memoria del proyecto dice que la ciudad debía ofrecer todo lo necesario para los visitantes, que no tenían por qué desplazarse a ningún otro lugar”, explica.

La idea era clara: ofrecer un espacio donde las familias pudieran veranear sin necesidad de desplazarse, en una época en la que el coche privado era un lujo. “Se concibió como una pequeña ciudad independiente, con alojamientos, zonas deportivas, tiendas, comedor, terrazas de relación y, por supuesto, acceso directo a la playa”, señala el arquitecto. Los responsables del diseño fueron los arquitectos José Luis Aymerich, su padre, y Ángel Cadaso del Puello, que firmaron un proyecto respetuoso con el medio natural, de líneas modernas y profundamente mediterráneo.
Un legado arquitectónico y paisajístico único
Además, Manuel Aymerich, destaca la singularidad del conjunto y su profunda integración con el paisaje natural: «Los edificios que conforman este lugar son muy interesantes y singulares, pero su verdadero valor está en el conjunto. Es una obra que supera la escala arquitectónica y adquiere valores ambientales, paisajísticos, sociales y culturales acumulados durante más de seis décadas».

Con una extensión de 21 hectáreas sobre el cordón dunar del Real de Zaragoza —una antigua zona de dunas y matorrales junto a la playa de Las Chapas—, el emplazamiento fue elegido y proyectado con una sensibilidad inusual en la época. Según Aymerich, los arquitectos supieron leer el territorio: evitaron una urbanización agresiva y optaron por una implantación delicada, mediante un trazado orgánico de viales que respetaba la topografía natural del terreno: “La red de caminos se dibujó como lazos suaves, ajustándose al terreno de dunas. Además, se proyectaron zonas verdes desde el inicio: bosques y áreas naturales que hoy forman un ecosistema consolidado con pinos que han crecido durante 60 años y ofrecen una calidad ambiental excepcional.”

Un modelo social extinto
Se calcula que más de un millón de personas han pasado por el complejo entre los años 1962 y 2023. Tras su clausura en el año 2023 por «la baja demanda», la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento de Marbella firmaron el mes de marzo un convenio para darle un uso diferente a la parcela con el objetivo de sacarla a concurso y se pueda ceder por 75 años a razón de un canon de cuatro millones de euros a una empresa.
Para la experta, la desaparición de espacios públicos como la Ciudad Sindical de Vacaciones (CSV) de Marbella no es solo una cuestión de urbanismo o política, sino «una pérdida de identidad y de cohesión social»: «Ofrecía un servicio público permitiendo el acceso a cualquier clase social a precios asequibles en un lugar de excepción», recuerda Loren, subrayando el carácter «inclusivo y democrático» que impregnaba estos espacios. Sin embargo, ese modelo, que combinaba arquitectura, naturaleza y derecho al descanso, ha desaparecido por completo en España. «Ya no queda ninguno», lamenta.
Para la investigadora, se trata de un error estratégico que refleja la falta de visión social de las últimas décadas. «Tendríamos que habernos dado cuenta de que éramos un espacio de liderazgo y haberlo ampliado, aprendido de él y habernos consolidado como un espacio, Andalucía, de referencia a nivel nacional y europeo», sostiene.
Y es que Loren, además de haber estudiado a fondo el complejo, estuvo alojada en él como usuaria: “Me quedaba extasiada mirando las sombras de los árboles sobre los muros. Ese diálogo entre lo natural y lo construido, entre el árbol y la arquitectura”. Pero lo que más le impactó fue la diversidad de personas que compartían aquel espacio, distintas generaciones, procedencias y modelos de familia: «Era un orgullo y privilegio, porque me sentía en una sociedad igualitaria, en un acto tan sencillo y a la vez tan complejo de compartir un espacio de excepción donde se vela por los derechos», añade.
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