La fe no se explica. Se ve, se oye, se huele… sentarse a tomar un café a los pies del Vaticano, no tiene precio.
Es ser testigo en cada sorbo de una historia diferente.
Son miradas clavadas en el horizonte, sentimientos que te absortan al alcanzar una meta: La Puerta Santa.
El Vaticano es un crisol de peregrinos, en todos ellos arde ese fuego interior que quema sin hacer ruido.
Es mirar al cielo y no ver solo nubes, es conjugar el verbo creer.
La mente va llena de preguntas.
Pero también de silencios.
Caminar tantos kilómetros no te deja igual.
Piensas en Dios, claro. Pero también en ti.
En lo que has hecho. En lo que no. En lo que deberías hacer…
Roma no es solo piedra y arte.
Es también esperanza.
Ver a tantos peregrinos nos hace sentir menos solo.
Cada uno con su historia. Con su carga, con su cruz.
Aquí se llora en silencio, se sonríe a desconocidos.
Se siente a Dios aunque nunca hayas creído en su existencia.
Al pasar la Puerta Santa, sientes tambalear las piernas.
No por el cansancio. Por la emoción.
Cierras los ojos y te contagias de las peticiones y rezos de los miles de peregrinos que serpentean por las galerías vaticanas. Solo paz. Y perdón.
En este viaje aprendes que la fe no necesita gritos.
Solo verdad.
Quizá ese sea el
Regalo del Jubileo.
Que transforma sin prometer nada.
Solo dejando que cada uno (nos)encontremos en el camino.